Entre los pliegues de tu piel se perdían mis besos, recorrían tus rosadas mejillas con suavidad, seguían la senda de tu cuello haciendote vibrar. Una atmósfera límpida caía sobre nosotros, nadie alrededor nos importaba lo más mínimo. Solo nuestros cuerpos fundiéndose con el cariño que dos amantes dejan fluir en la neblina del amor joven. Pudo ser el alcohol, las luces, el jolgorio general o miles de motivos más. Pero ambos sabemos que lo que nos guió aquella noche fue las ganas de sentir cada centímetro de nuestra piel.
martes, 14 de abril de 2015
lunes, 13 de abril de 2015
Le Chapelle
Cuenta la leyenda,
que allá por 1431, mientras las llamas devoraban el cuerpo inocente
de Juana de Arco, las gárgolas de la Catedral de Notre Dame
derramaron lagrimas debido a la impotencia de ser testigos de un acto
cruel y despiadado, no pudiendo, al ser de día, volar hasta las
brasas para salvarla. Pero, aquella misma noche, tras despertar de
su tumba de piedra, las Gárgolas, guiadas por un odio ciego hacia
los habitantes de París, arrasaron la ciudad, segando la vida de
centenares de personas.
Pero el caso de Levy
era bien diferente, no se erigía como una figura vengativa y devota,
más bien era otro poeta enamoradizo que merodea a medianoche
Montmarte, pero, por causas del azar del destino, poseía la
maldita y genial maldición de ser una Gárgola.
Cada medianoche,
tras resucitar de su tumba de caliza, Levy descendía de la catedral
de Notre Dame, sus cualidades atléticas facilitaban su descenso.
Como de costumbre, caía frente a La Puerta del Juicio Final
donde recordaba su extraña peculiaridad, siempre le resultó
gracioso el pensar en lo absurdo de someter a la humanidad a un
juicio final por su alma. Como hombre solitario, estaba acostumbrado
a frecuentar ambientes cargados de humo y soledad, donde Dios no
tenía cabida.
Al
mirar los rayos del Sol a lo largo del día, no logra evitar derramar
lagrimas por sus plomizas mejillas. A pesar de haber pasado cinco
años, no consigue olvidar aquellas noches impresionistas en Le
Chapelle.
Le
Chapelle fue el lugar donde Levy pasó sus mejores años como poeta,
hombre y amante, aunque, a decir verdad, en aquellos años, no
aprendió absolutamente nada sobre el amor ni la literatura.
Era
una noche de febrero de 1887, una de esas en que las aceras de París
se llenan de un hielo cristalino y sus calles quedan abnegadas para
esos a quienes las musas abandonan. El atlético y espigado Levy
paseaba bajo las estrellas por Les Champs-Élysées,
de frente al Arc
del Triomphé.
Aquel
arco era uno de sus monumentos favoritos de París, siempre se paraba
debajo para admirar sus relieves preguntándose por la suerte de
nacer con el arte de esculpir esos fabulosos relieves. Envidiaba la
facilidad innata de los artistas para expresar la belleza, él nunca
había sido capaz de pintar nada bueno y mucho menos se veía
capacitado para esculpir mármol. Lo que Levy no sabía, es que era
capaz de redactar con suma belleza el mundo que lo rodeaba, cosa que
descubriría ese año al caer por error en Le Chapelle.
El
error, si es que se le puede llamar error al destino, tuvo lugar una
madrugada mientras caminaba por la Place du
Tertre. En aquel lugar,
Levy quedó impresionado al ver los numerosos pintores callejeros que
retrataban la iglesia de Saint-Pierre.
Gran atención le suscitó un enclenque joven de hombros caídos y
nariz aguileña. El joven retrataba la iglesia con manchas de color
superpuestas a grandes pinceladas de colores primarios, llenando el
cuadro de la luz púrpura y amarilla de Montmartre.
Los contornos de
Saint-Pierre desaparecían,sus
formas se intuían. A Levy le cautivaba la plasticidad de su
composición.
Ante
la curiosidad, se acercó al pintor e intercambió impresiones sobre
la técnica. Su joven entrevistado se mostraba reacio a la hora de
contar sus trucos, debió pensar que hablaba con otro ávido artista
de la zona que pretendía copiarlo. Tras el incesante aluvión de
cuestiones, el enclenque pintor le contó que su técnica la aprendió
hablando con un afable señor llamado Claude en Le Chapelle.
Invadido
por la curiosidad que lo caracteriza, Levy inició su camino a Le
Chapelle, amaba descubrir nuevos lugares en su ciudad de las luces.
La
cafetería se encontraba unas calles más adelante, en la Rue
Norvins, Le Chapelle
lucía como una diminuta capilla mostaza de cristaleras borgoñas, su
entrada era otra fachada deprimente, un templo más donde ahogar las
tristezas de la vida.
Levy
enfiló con decisión la roída puerta y, tras girar su pomo,
traspasó el umbral de lo eterno, pues los recuerdos que siempre
acechan sobre Le Chapelle nunca se olvidaran para él.
Le
Chapelle era un acogedor y diminuto café de paredes mostaza, con
escasas mesas redondas de pino, siempre llenas de artistas
atormentados destilando su genialidad en informales charlas. Al fondo
de la sala, una antigua barra de madera resguardaba al rollizo dueño
del lugar, quien, con suma destreza, servía vino a los clientes. A
pesar de su peso, se movía con soltura entre el diminuto espacio que
separaba las mesas. La luz corría a cargo de dos grandes lámparas
de araña colgando del techo y responsables de llenar la sala de una
atmósfera límpida y familiar.
Una
estampa de bohemias personalidades habitaba el lugar. Levy oteó el
horizonte desde la entrada a fin de encontrar al tal Claude de quien
le habían hablado, La heterogeneidad de perfiles y vestimentas le
hizo imposible un reconocimiento a simple vista, más sabiendo que el
enjuto pintor de La Place du Tertre no
le dijo absolutamente nada sobre el aspecto de Claude.
Levy
se dirigió a la barra, con paso firme pisó el crujiente parqué,
por el camino observaba los rostros hundidos de quienes pasan las
largas noches invernales peleándose con sus musas sobre un poblado
escritorio de papel.
Al
llegar a la barra pidió una copa de vino, preguntando al camarero
por Claude. El afable señor sirvió su copa y, con una media sonrisa
dijo:
Un
tanto defraudado, Levy se sentó en uno de los sillones granates de
la entrada para tomarse su copa de vino. Asombrosamente se enamoró
de aquel lugar. De cara al resto de mesas no dejaba de inspeccionar a
cada uno de los parroquianos ni paraba de escuchar las inspiradoras y
nostálgicas conversaciones de la joven pareja que tenía a su
derecha. Aquel café era la cuna de la cultura parisina. Poco a poco,
tras sucesivas visitas, fue conociendo a los asiduos visitantes de Le
Chapelle. En una semana ya se codeaba con un grupo de estudiantes de
La Sorbone. René,
Gallet, Dijon y Patrick pasaron a ser sus compañeros en las frías
noches de aquellos años.
Levy
y sus compañeros pasaban las horas muertas hablando sobre arte,
filosofía o literatura. Cada uno de ellos era experto en alguno de
los temas ejerciendo de profesor sobre el resto. Así Gallet, como
estudiante de Bellas Artes, enseñaba al resto como interpretar los
diferentes estilos pictóricos de la época, además de criticar
constantemente el estilo de Renoir, Monet o Degas. Levy siempre
debatía aquella postura, por suerte, la lucha se saldaba de
costumbre con el recitar de Patrick de algún párrafo de Byron, en
un inglés refinado. Pues así como Gallet estudiaba el arte, Patrick
se encargaba de la traducción de lo relacionado con la lengua
inglesa.
Dijon
por su parte era el filósofo del grupo, sus palabras trascendían
las de los demás, dando un toque académico a las vagas teorías que
el resto de sus compañeros enunciaban en las pequeñas mesas de Le
Chapelle. Sus consistentes argumentos y análisis de las obras leídas
hacían reflexionar a todos. Levy se mostraba más reacio a la
corriente racionalista de Dijon, pues, como bien sabía Levy, en esta
vida no todo podía explicarse desde el prisma de Descartes o
Aristóteles.
Por
último, René era uno de esos jóvenes rebeldes de familia
acomodada, que, renegando de las directrices de su padre, había
abandonado sus estudios de medicina para dedicarse a la literatura.
Levy y René se entendían a la perfección, llegando incluso a
corregirse el uno al otro los fragmentos que escribían. René se
asombraba del talento innato de Levy, al igual que de la facilidad
con la que deslizaba su pluma sobre su libreta, llenándola de frases
con una sonoridad bellísima.
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