lunes, 13 de abril de 2015

Le Chapelle

Cuenta la leyenda, que allá por 1431, mientras las llamas devoraban el cuerpo inocente de Juana de Arco, las gárgolas de la Catedral de Notre Dame derramaron lagrimas debido a la impotencia de ser testigos de un acto cruel y despiadado, no pudiendo, al ser de día, volar hasta las brasas para salvarla. Pero, aquella misma noche, tras despertar de su tumba de piedra, las Gárgolas, guiadas por un odio ciego hacia los habitantes de París, arrasaron la ciudad, segando la vida de centenares de personas.

Pero el caso de Levy era bien diferente, no se erigía como una figura vengativa y devota, más bien era otro poeta enamoradizo que merodea a medianoche Montmarte, pero, por causas del azar del destino, poseía la maldita y genial maldición de ser una Gárgola.

Cada medianoche, tras resucitar de su tumba de caliza, Levy descendía de la catedral de Notre Dame, sus cualidades atléticas facilitaban su descenso. Como de costumbre, caía frente a La Puerta del Juicio Final donde recordaba su extraña peculiaridad, siempre le resultó gracioso el pensar en lo absurdo de someter a la humanidad a un juicio final por su alma. Como hombre solitario, estaba acostumbrado a frecuentar ambientes cargados de humo y soledad, donde Dios no tenía cabida.

Al mirar los rayos del Sol a lo largo del día, no logra evitar derramar lagrimas por sus plomizas mejillas. A pesar de haber pasado cinco años, no consigue olvidar aquellas noches impresionistas en Le Chapelle.

Le Chapelle fue el lugar donde Levy pasó sus mejores años como poeta, hombre y amante, aunque, a decir verdad, en aquellos años, no aprendió absolutamente nada sobre el amor ni la literatura.

Era una noche de febrero de 1887, una de esas en que las aceras de París se llenan de un hielo cristalino y sus calles quedan abnegadas para esos a quienes las musas abandonan. El atlético y espigado Levy paseaba bajo las estrellas por Les Champs-Élysées, de frente al Arc del Triomphé.
Aquel arco era uno de sus monumentos favoritos de París, siempre se paraba debajo para admirar sus relieves preguntándose por la suerte de nacer con el arte de esculpir esos fabulosos relieves. Envidiaba la facilidad innata de los artistas para expresar la belleza, él nunca había sido capaz de pintar nada bueno y mucho menos se veía capacitado para esculpir mármol. Lo que Levy no sabía, es que era capaz de redactar con suma belleza el mundo que lo rodeaba, cosa que descubriría ese año al caer por error en Le Chapelle.

El error, si es que se le puede llamar error al destino, tuvo lugar una madrugada mientras caminaba por la Place du Tertre. En aquel lugar, Levy quedó impresionado al ver los numerosos pintores callejeros que retrataban la iglesia de Saint-Pierre. Gran atención le suscitó un enclenque joven de hombros caídos y nariz aguileña. El joven retrataba la iglesia con manchas de color superpuestas a grandes pinceladas de colores primarios, llenando el cuadro de la luz púrpura y amarilla de Montmartre. Los contornos de Saint-Pierre desaparecían,sus formas se intuían. A Levy le cautivaba la plasticidad de su composición.

Ante la curiosidad, se acercó al pintor e intercambió impresiones sobre la técnica. Su joven entrevistado se mostraba reacio a la hora de contar sus trucos, debió pensar que hablaba con otro ávido artista de la zona que pretendía copiarlo. Tras el incesante aluvión de cuestiones, el enclenque pintor le contó que su técnica la aprendió hablando con un afable señor llamado Claude en Le Chapelle.

Invadido por la curiosidad que lo caracteriza, Levy inició su camino a Le Chapelle, amaba descubrir nuevos lugares en su ciudad de las luces.

La cafetería se encontraba unas calles más adelante, en la Rue Norvins, Le Chapelle lucía como una diminuta capilla mostaza de cristaleras borgoñas, su entrada era otra fachada deprimente, un templo más donde ahogar las tristezas de la vida.

Levy enfiló con decisión la roída puerta y, tras girar su pomo, traspasó el umbral de lo eterno, pues los recuerdos que siempre acechan sobre Le Chapelle nunca se olvidaran para él.

Le Chapelle era un acogedor y diminuto café de paredes mostaza, con escasas mesas redondas de pino, siempre llenas de artistas atormentados destilando su genialidad en informales charlas. Al fondo de la sala, una antigua barra de madera resguardaba al rollizo dueño del lugar, quien, con suma destreza, servía vino a los clientes. A pesar de su peso, se movía con soltura entre el diminuto espacio que separaba las mesas. La luz corría a cargo de dos grandes lámparas de araña colgando del techo y responsables de llenar la sala de una atmósfera límpida y familiar.

Una estampa de bohemias personalidades habitaba el lugar. Levy oteó el horizonte desde la entrada a fin de encontrar al tal Claude de quien le habían hablado, La heterogeneidad de perfiles y vestimentas le hizo imposible un reconocimiento a simple vista, más sabiendo que el enjuto pintor de La Place du Tertre no le dijo absolutamente nada sobre el aspecto de Claude.

Levy se dirigió a la barra, con paso firme pisó el crujiente parqué, por el camino observaba los rostros hundidos de quienes pasan las largas noches invernales peleándose con sus musas sobre un poblado escritorio de papel.

Al llegar a la barra pidió una copa de vino, preguntando al camarero por Claude. El afable señor sirvió su copa y, con una media sonrisa dijo:

- El señor Monet hoy no se encuentra entre nosotros, debe de andar por algún rincón de París fotografiando la noche con sus pinceles, pero no se preocupe, Le Chapelle tiene muchas otras cosas que ofrecerle-.

Un tanto defraudado, Levy se sentó en uno de los sillones granates de la entrada para tomarse su copa de vino. Asombrosamente se enamoró de aquel lugar. De cara al resto de mesas no dejaba de inspeccionar a cada uno de los parroquianos ni paraba de escuchar las inspiradoras y nostálgicas conversaciones de la joven pareja que tenía a su derecha. Aquel café era la cuna de la cultura parisina. Poco a poco, tras sucesivas visitas, fue conociendo a los asiduos visitantes de Le Chapelle. En una semana ya se codeaba con un grupo de estudiantes de La Sorbone. René, Gallet, Dijon y Patrick pasaron a ser sus compañeros en las frías noches de aquellos años.

Levy y sus compañeros pasaban las horas muertas hablando sobre arte, filosofía o literatura. Cada uno de ellos era experto en alguno de los temas ejerciendo de profesor sobre el resto. Así Gallet, como estudiante de Bellas Artes, enseñaba al resto como interpretar los diferentes estilos pictóricos de la época, además de criticar constantemente el estilo de Renoir, Monet o Degas. Levy siempre debatía aquella postura, por suerte, la lucha se saldaba de costumbre con el recitar de Patrick de algún párrafo de Byron, en un inglés refinado. Pues así como Gallet estudiaba el arte, Patrick se encargaba de la traducción de lo relacionado con la lengua inglesa.

Dijon por su parte era el filósofo del grupo, sus palabras trascendían las de los demás, dando un toque académico a las vagas teorías que el resto de sus compañeros enunciaban en las pequeñas mesas de Le Chapelle. Sus consistentes argumentos y análisis de las obras leídas hacían reflexionar a todos. Levy se mostraba más reacio a la corriente racionalista de Dijon, pues, como bien sabía Levy, en esta vida no todo podía explicarse desde el prisma de Descartes o Aristóteles.


Por último, René era uno de esos jóvenes rebeldes de familia acomodada, que, renegando de las directrices de su padre, había abandonado sus estudios de medicina para dedicarse a la literatura. Levy y René se entendían a la perfección, llegando incluso a corregirse el uno al otro los fragmentos que escribían. René se asombraba del talento innato de Levy, al igual que de la facilidad con la que deslizaba su pluma sobre su libreta, llenándola de frases con una sonoridad bellísima.

No hay comentarios:

Publicar un comentario