La
púrpura noche se cernía sobre nosotros, el fino manto de una luna
sanguinolenta iluminaba nuestro camino. Estábamos perdidos en la
espesura del bosque, junto a miles de árboles majestuosos y crueles
que cerraban con sus fuertes ramas el sendero. Mirase para donde
mirase la imagen era siempre la misma, un laberinto de muerte que,
inexorablemente, nos conduciría a las fauces del enemigo.
Mi
corazón debía arder en valentía para tratar de recuperar el rumbo
hacia la salida. Los ruidos del abismo tronaban a mi alrededor, podía
sentir el despertar de las bestias del averno. Su olor rezumaba en el
interior de mis fosas nasales penetrando a mi cerebro, mi respiración
no quería acelerarse y trataba de mantener la calma.
Una
gran llama se erguía ante nosotros, estaba alejada, pero mi decisión
era firme y mi corazón valiente, podíamos alcanzarla.
El
fuego es indicio de destrucción, de muerte, pero también de vida,
calor y vitalidad. Que una pira ardiera delante nuestra, en la
distancia, significaba que existía vida a su alrededor, que alguien
se resguardaba en su regazo, el fuego no parecía muy enérgico, su
negruzca huella no parecía amenazadora, la esperanza de llegar a sus
pies y encontrar un campamento me llenaba de esperanza.
Con
mi pequeño compañero hundido entre mis brazos acelere el paso, las
ramas crujían bajo los pies, saliendo disparadas hacia atrás. El
horror del bosque comenzaba a despertarse, acudiendo con certera
puntualidad a su cita con la muerte, ¡Que la suerte nos ampare esta
noche! Mirase donde mirase, ni un mínimo atisbo de vida rodeaba
nuestro paso, solo se escuchaba el macabro caminar de aquellas
criaturas en la distancia. Como leones hambrientos corrían a lo
lejos buscando una presa con la que saciar su sed de sangre aquella
noche. Si de verdad existiese el infierno, aquellos seres serian sus
reyes, sentados en el trono devastarían el inframundo bajo el yugo
de sus garras.
Debido
a mi estado de nervios, no era consciente del abandono del bosque,
poco a poco estábamos saliendo a la claridad de los faroles, el
fuego, seguía frente a nosotros, pero no se hallaba en el bosque,
hecho que congelo mi sangre. De un salto salimos del bosque, la
contemplación de la luz amarilla bañando nuestra silueta me hizo
recobrar el aliento. Habíamos realizado nuestra huida
satisfactoriamente, ahora solo debíamos refugiarnos y esperar al
alba.
La
serpenteante calle Williamson lucia entrecortada por la luz de los
faroles, era el reflejo de la oposición maniquea: el haz de luz
amarilla mostraba la vida, pues debajo de su calor te encontrabas
protegido; en cambio, los huecos abnegados de luz eran la inseguridad
de la noche, el lugar donde la muerte acecha para agarrarte de los
hombros y llevarte al otro extremo de la laguna.
Pensé
en parar a recobrar el aliento bajo una de aquellas luciérnagas
metálicas, pero podía sentir la presencia de esas criaturas cerca
de nuestra posición. En los tejados se escuchaba su caminar, su
salivar resonaba en aquella calle. No tenia mucho tiempo antes de que
alguna de ellas diera conmigo y con el pequeño zorro, por lo que
debía encontrar un refugio donde pasar la noche.
La
biblioteca no andaba lejos, de hecho, la veía a unos metros frente a
mi, majestuosa como siempre con el semblante serio y paternal que
poseen las casas del saber. Aquella noche, bañada por la niebla me
invitaba a introducirme en su interior para soportar las embestidas
de la muerte. Debía pensar rápido pues el tiempo apremia a los
hombres decididos y valientes.
Centré
mis pasos en la entrada de la biblioteca y camine veloz hacia ella,
el viento golpeaba mi rostro intentando frenar mi ímpetu, pero solo
acrecentaba mi determinación. Conforme me acercaba a la puerta un
pensamiento asomó en mi cabeza ¿Cómo conseguiría entrar dentro si
la puerta estaba cerrada? Tenia que encontrar otra forma de poder
acceder a su interior o buscar otro lugar donde entrar, opción que
deseche dado la proximidad de las bestias tras de mí.
Al
llegar a la puerta, tire del pomo con la ilusa idea de poder abrirla,
pero Henri había cumplido su trabajo con profesionalidad y la había
cerrado, de hecho tras dos fuertes sacudidas el cierre ni se inmutó.
Como si de un ultimo cartucho se tratase rodee el edificio para
intentar encontrar otra entrada. Escrute cada rincón de la fachada y
observé cada ventana, pero su altura me impedía acceder, la
ennegrecida pared se cerraba ante mi fiel consumiendo mis últimos
alientos, como un espectador esperaba a que llegara la hora de mi
perdición.
Cuando
ya no esperaba esperanza alguna, una entrada al paraíso se abrió
ante mi, era una pequeña ventana posada a mis pies, lo
suficientemente ancha para arrastrarme a través de ella. Era el
acceso al archivo subterráneo de la biblioteca. Se hallaba cerrada,
pero el cristal no me era un impedimento. Tenia que ser rápido en mi
tarea pues las bestias se acercaban cada vez más a nosotros,
disponía de unos minutos para poder colarme en el interior y mis
nervios comenzaban a aflorar. No trabajo bien bajo presión, mi pulso
se acelera y mis manos se agitan con violencia haciéndome
entorpecer.
Me
agache para tocar el cristal y ver su grosura, por suerte, se trataba
de un cristal fino y débil por lo que un golpe fuerte y seco lo
quebraría. Decidido me levante, eche un paso atrás, agarré con
fuerza a mi acompañante y aseste un potente puntapié contra el
cristal.
El
cristal estalló. Mi zapato se inundó de multitud de virutas de
vidrio. Un aire frío emanó del interior de la ventana con el aroma
de amarillentas hojas de papel. Mi acceso parecía oscuro y
misterioso, no sabia con seguridad donde nos conduciría aquella
entrada. Lo seguro era que allí dentro estaríamos a salvo.
Cogí
al pequeño zorro y lo precipite a través de la ventana. Su rojizo
lomo desapareció al atravesar el umbral de la ventana, pero el
sonido de sus patas tocando el suelo me tranquilizó.
Miré
a mis espaldas antes de entrar por la ventana, el paisaje mostraba
una quietud aterradora, el ruido de las bestias había cesado, se
habían apagado tras el atronador estallido de la ventana. Ni la mas
mínima señal de vida resonaba en la calles, era como hallarse en un
pueblo fantasma donde la muerte habita en cada esquina. Un marino
cielo sobre mi cabeza no mostraba luna alguna, las estrellas,
apagadas, no iluminaban la calle y el viento había dejado de soplar.
Si de verdad quería sobrevivir aquella noche tenia que meterme
dentro de la ventana y debía ser rápido pues estaba en el momento
adecuado. Volví a ponerme frente a la biblioteca, agaché mi cuerpo
y a gatas entre a través de ella deslizándome al suelo, que se
encontraba a unos centímetros de altura.
Una
vez dentro, traté de aclarar mis ojos para ver lo que me rodeaba en
aquella oscura estancia. La ennegrecida atmósfera fue tornándose en
grisáceos contornos que mis ojos escrutaban con precisión. Entre la
multitud de sombras que apreciaba en aquella sala vi el inconfundible
lomo de mi rojizo amigo al fondo de la estancia, hecho una bola
aguardaba acurrucado en el suelo, tanto a él como a mi no nos
agradaba nada aquel lugar. Era frío y oscuro y a nuestro alrededor
se erguían multitud de estantes apilados de libros. Sin lugar a
dudas nos habíamos adentrado en el archivo de la biblioteca, aquel
polvoriento y frío lugar donde los documentos aguardan cautivos el
momento de ser liberados para ser consultados por algún curioso.
Al
llegar a la parte posterior de la habitación me senté en el suelo
al lado del pequeño zorro, delante nuestra, en lo alto, la rota
ventana emitía una leve luz proveniente de los faroles. Estábamos a
salvo del ataque de las bestias luminosas. Respiré aliviado pero al
mismo tiempo un sentimiento de miedo e incertidumbre recorrió mi
mente ¿Donde estaba Elisa? ¿Habría sido abandonada en el bosque
como yo? ¿Había caído bajo las garras de la muerte? Comencé a
inquietarme por su suerte y mi mundo empezó a volverse negro,
probablemente habría perdido para siempre a Elisa, los hombres de
Arthur la habrían secuestrado para sus fines, o peor, habría sido
abandonada en el bosque como presa para los luminosos.
De
mis ojos escaparon lágrimas, sin darme cuenta mi mundo se había
derrumbado, estaba solo. Sin Elisa, Henri ni Emma, me encontraba
perdido en aquel pueblo. Era mi final, ya nada me empujaba a
sobrevivir.
Mi
sorpresa fue mayúscula cuando, mi pequeño compañero de viaje,
lamió mi mano y se regocijo contra mi brazo. Su calor y su pelaje
rozando mi antebrazo me devolvió a la realidad, era como un ángel
guardián que levantaba mi abotargado cuerpo del fango.
Devolví
el cariño mostrado en forma de caricia, pasando mi mano sobre su
lomo acariciándolo de arriba a abajo.
La
noche quebró y nuestra ventana se torno negra, una inmunda fiera del
averno incrustó su cabeza a través de la ventana, profería gritos
devastadores y su saliva goteaba contra el suelo. Las acometidas se
sucedían, tratando de penetrar la ventana para acceder a nuestra
posición. Cuando metía su cabeza, la estancia se volvía negra, nos
dejaba a oscuras y cuando sacaba la cabeza una fina luz amarilla
dejaba entrever su silueta verdosa junto a sus cuatro ojos inyectados
en fuego.
Por
suerte, su envergadura le impedía entrar con facilidad por la
ventana, lo que nos daba tiempo para escapar y resguardarnos de su
futuro ataque. En ningún momento caí en la idea de esperar su
cansancio en aquella empresa, pues imaginé que conseguiría entrar
de una forma u otra ensanchando los margenes de la ventana, así que
me levante y trate de buscar la puerta de acceso a la biblioteca.
Entre ráfagas de relámpagos amarillos y el sonido atronador del
chirriar de sus dientes, recorrí la pared de la sala palpando cada
palmo. En el extremo izquierdo, un metálico pomo golpeo mi mano.
Acabábamos de encontrar la salida. Giré el pomo hacia abajo con
rapidez y la puerta se desbloqueo con facilidad. La pared tras de mi
crujió y la fiera emitió un sonido de victoria, su propósito
parecía satisfecho. Nos introdujimos tras la puerta y la bloqueamos
tras nuestro paso.
El
lugar al que accedimos era un sitio vacío de luz, como si se nos
hubiesen vendado los ojos. La máxima oscuridad habitaba en aquella
sala. Nuestros pasos, en línea recta resonaban sobre las paredes
que, a juzgar por el eco, no estaban muy lejos de nosotros. A oscuras
estábamos recorriendo un pasillo. La puerta tras nosotros resonó
con un estruendo sobrecogedor.
La
criatura había impactado contra ella pensando que cedería tras su
acometida, pero por suerte, aguantó intacta el impacto
protegiéndonos de la muerte. Su voraz instinto asesino no cesaba y
aporreaba la puerta con fuerza. Adentrándonos en las tinieblas
recorríamos los fríos pasillos del subsuelo de la biblioteca.
Ayudado de mi brazo derecho palpaba las proximidades a fin de sortear
posibles obstáculos. El eco metálico de la puerta golpeada me
helaba los huesos. Un incesante martilleo apretaba tras nosotros.
El
frío tacto metálico de una nueva puerta apareció delante. Mi mano
palpo aquel reconfortante portal a la libertad y lo acarició con
suma suavidad como si de una lira se tratase. Los golpes cesaron en
mi cabeza y una lenta y dulce melodía resonó dentro de mi mente. La
lira iba picando las notas en mi interior haciéndome vibrar mientras
bajaba mi mano en dirección al pomo. Cuando hube agarrado el pomo,
los dedos recorrieron de un lado a otro el instrumento abriendo ante
mí na entrada al nirvana.
Una
escalera de caracol bañada por el manto azulado de la noche se
erguía ante nosotros. Tras cerrar la puerta y forzar el pomo para
romperlo, nos elevamos sobre ella con los aires de aquel que ha
salido victorioso de su lucha con la muerte.
Al
alcanzar la cima eleve mi pecho y me sentí como Alejandro Magno tras
conquistar Babilonia. La sabiduría y la grandeza cultural de un
vasto imperio se abría ante nosotros. Las largas pilas de libros que
bañaban las estanterías de la biblioteca me resultaron el paraíso.
Un fuerte donde cultivar mi literatura y refugiarme del mal que
acecha tras las paredes.
Los
disparos de fusil resonaban al otro lado del muro, pero no me hacían
bajar del sueño paradisíaco en que me encontraba. En aquel momento
no me importaba nadie en absoluto que no estuviese en el interior de
esas cuatro paredes. Volvía a ser ese pequeño niño que se pasaba
horas mirando los estantes de la biblioteca con sus innumerables
tomos verdosos,granates y negros. El pequeño intrépido lector que
abría cada uno de ellos y se alimentaba con el olor que aquellas
paginas amarillentas desprendían.
Recorrimos
el vestíbulo pegados a la pared acariciando uno por uno los tomos.
Un grisáceo foco celeste caía sobre la estantería iluminándola
como si de una indicación divina se tratase. Mi vida se paró allí,
donde la literatura empezaba a desangrar tinta por los poros de su
piel. Las granadas cascaras de aquellos libros se pegaban a mis dedos
infundiendo miles de mundos oníricos a mi mente. Cada historia,
pensamiento o idea de aquellos inmortales maestros de las letras
luchaba por contarme su contenido.
Quedé
sorprendido cuando mi dedo indice cayó sobre un diminuto libro
amarillento con inscripciones orientales. Posé mi mano sobre él, lo
saque de la estantería y observé su tapa. El polvo inundaba su
fachada, probablemente seria el primer lector que ojeaba sus páginas
desde hacia mucho tiempo. Soplé con fuerza para limpiarlo, el polvo
voló entre las paredes de la estancia precipitándose con un suave y
danzarín paso hacia el suelo.
Dibujado
a carboncillo, un guerrero de pesada armadura blandía una fina y
estilizada espada. Su rostro, de ojos estrechos y pequeños, miraba
con serenidad mientras montaba sobre un enorme y moteado caballo. La
escena se adornaba con una serie de letras orientales pintadas a
pinceladas, una de las letras destiñó cuando mi pulgar se posó
sobre ella, aquel libro había dejado una marca en mi cuerpo, el
guerrero había atacado mi alma y se decidía a conquistar mis
pensamientos. Hojeé sus páginas tratando de empaparme con su
sabiduría, que, para mí era desconocida, y no encontré más que
grafías ininteligibles. Aquel libro estaba escrito en japonés,
idioma que no entendía. Por suerte, sobre los margenes había
apuntes y traducciones sobre los contenidos de las páginas, no era
el primer intrépido en leer aquel libro, alguien se me había
adelantado y traducido gran parte del libro.
Las
paginas se adornaban de mitos y guerreros japoneses, llamados
samuráis, luchando contra extrañas serpientes con cara de dragón.
En otras, hermosas jóvenes ataviadas con coloridos vestidos posaban
rodeadas de una naturaleza exultante de vida. Mi sorpresa llegó,
cuando en una de aquellas paginas avisté un esplendido zorro, rojizo
como mi joven compañero, se erguía sobre un saliente. De mirada
penetrante y disuasoria hincaba sus ojos sobre mi, estaba encuadrado
en el interior de una esfera blanquecina y una inscripción en
vertical pincelada con suma delicadeza. En el margen de la derecha,
escrito a pluma se leía "Kitsune". La pagina se remataba
con un pequeño texto en la zona inferior, que torpemente traducido
encima de las letras originales decía:
"El
Kitsune es un espíritu del bosque, cuyo propósito es velar por la
protección del bosque y de las aldeas cercanas. Su sabiduría y
astucia no tiene límites, llegando a ser tan astutos como para
adoptar formas de bellas mujeres y guiar a los más nobles samuráis
en sus batallas..."
Como
un rayo que penetra en mi corazón, entraron aquellas palabras, su
chispa me condujo a comparar mi fiel escudero con aquel ser
mitológico. En ese momento decidí nombrarlo "Kitsune". Me
agaché para agarrarlo, miré sus ojos, de un negro intenso y dije :
-Estimado
compañero, a partir de este momento, y para el resto de tu vida,
pasaras a nombrarte Kitsune, el protector de Lipsbrook.
Toqué
su cabeza y asintió mis palabras. Aquel rojizo animal no dejaba de
sorprenderme, era el mito hecho realidad.
El
estruendo de la muerte se ciñó sobre nosotros, un cuerpo inerte
entró por uno de los ventanales como una piedra lanzada con fuerza
desde el exterior. Se trataba de un soldado que exhaló su ultimo
aliento de vida antes de estallar contra el suelo. El crujido de sus
quebrados huesos inundó el vestíbulo. Con una muerte rápida y
desgarradora, el soldado se hallaba a escasos metros. La fina luz
grisácea que le iluminaba nos ahorro el contemplar el horror en su
rostro y su cuerpo desgarrado.
Aquel
mortífero suceso no solo había traído la muerte a nuestra guarida,
sino que había abierto una brecha tras los muros, dejándonos a
merced de un ataque.
Desde
la distancia, pude vislumbrar lo que parecía un fusil, de ser
cierto, podía usarlo para repeler al invasor, pero para ello debía
acercarme a los restos de aquel desfigurado cuerpo. Tomé una enorme
bocanada de valentía y encamine mis pasos hacia él. Cada paso que
daba hacia temblar mis piernas, el escalofrío de la muerte me
acariciaba con sus funestas y frías manos. La gris luz que cubría
el cuerpo se hacia cada vez mas blanquecina dejando ver las marcas de
la muerte. La desafortunada víctima era un joven moreno de enclenque
cuerpo, con el rostro lleno de heridas producidas por los cristales,
sus extremidades se hallaban retorcidas sobre un charco de sangre y
en su pecho, grabado a fuego, se encontraba la huella de aquellos
repulsivos monstruos luminosos.
Su
mano izquierda no sujetaba un fusil sino una ensangrentada carta. No
entendía la causa de sacar una carta en el momento del ataque.
Cuando me iba a agachar para inspeccionar su uniforme en busca de
algún arma su mano derecha me agarro la muñeca. Un grito de terror
salió disparado de mi garganta. Contra todo pronostico, el soldado
seguía exhalando vida. Levantó torpemente la cabeza, y, con ojos
perdidos en la oscuridad de la muerte me ofreció la carta pidiéndome
que se la entregase a su mujer. Atónito ante la situación, trate de
mantenerlo con vida, pero antes que pudiese presionar la gran herida
que coronaba su pecho, murió, se había apagado bajo la fina luz que
lo iluminaba en el regazo de la ventana.
Como
hombre de palabra que soy, cogí la carta y la guardé en el bolsillo
izquierdo de mi pantalón. Estaba manchada de sangre por lo que debía
transcribirla a fin de entregársela a su mujer en un estado legible.
Después, inspeccione su uniforme en busca de un arma con la que
protegerme ante la inminente invasión luminosa. En uno de sus
costados, encontré una pistola guardada en su pistolera. Deslicé el
cerrojo de la pistolera y saqué el arma. Antes de abandonar el
cuerpo de aquel hombre bajé sus párpados a fin de hacerle descansar
en paz.
Regresé
a mi posición junto a Kitsune, nos dirigimos a la parte posterior de
la biblioteca, donde pegados a la pared esperábamos la inevitable
batalla por nuestro supervivencia. Batalla que no tardo en venir,
pues en el exacto momento en que apoyamos nuestras espaldas contra la
pared del fondo del vestíbulo, una intensa luz verde empezó a
entreverse por la ventana rota.