sábado, 16 de agosto de 2014

Lipsbrook IX

La púrpura noche se cernía sobre nosotros, el fino manto de una luna sanguinolenta iluminaba nuestro camino. Estábamos perdidos en la espesura del bosque, junto a miles de árboles majestuosos y crueles que cerraban con sus fuertes ramas el sendero. Mirase para donde mirase la imagen era siempre la misma, un laberinto de muerte que, inexorablemente, nos conduciría a las fauces del enemigo.

Mi corazón debía arder en valentía para tratar de recuperar el rumbo hacia la salida. Los ruidos del abismo tronaban a mi alrededor, podía sentir el despertar de las bestias del averno. Su olor rezumaba en el interior de mis fosas nasales penetrando a mi cerebro, mi respiración no quería acelerarse y trataba de mantener la calma.

Una gran llama se erguía ante nosotros, estaba alejada, pero mi decisión era firme y mi corazón valiente, podíamos alcanzarla.

El fuego es indicio de destrucción, de muerte, pero también de vida, calor y vitalidad. Que una  pira ardiera delante nuestra, en la distancia, significaba que existía vida a su alrededor, que alguien se resguardaba en su regazo, el fuego no parecía muy enérgico, su negruzca huella no parecía amenazadora, la esperanza de llegar a sus pies y encontrar un campamento me llenaba de esperanza.

Con mi pequeño compañero hundido entre mis brazos acelere el paso, las ramas crujían bajo los pies, saliendo disparadas hacia atrás. El horror del bosque comenzaba a despertarse, acudiendo con certera puntualidad a su cita con la muerte, ¡Que la suerte nos ampare esta noche! Mirase donde mirase, ni un mínimo atisbo de vida rodeaba nuestro paso, solo se escuchaba el macabro caminar de aquellas criaturas en la distancia. Como leones hambrientos corrían a lo lejos buscando una presa con la que saciar su sed de sangre aquella noche. Si de verdad existiese el infierno, aquellos seres serian sus reyes, sentados en el trono devastarían el inframundo bajo el yugo de sus garras.

Debido a mi estado de nervios, no era consciente del abandono del bosque, poco a poco estábamos saliendo a la claridad de los faroles, el fuego, seguía frente a nosotros, pero no se hallaba en el bosque, hecho que congelo mi sangre. De un salto salimos del bosque, la contemplación de la luz amarilla bañando nuestra silueta me hizo recobrar el aliento. Habíamos realizado nuestra huida satisfactoriamente, ahora solo debíamos refugiarnos y esperar al alba.

La serpenteante calle Williamson lucia entrecortada por la luz de los faroles, era el reflejo de la oposición maniquea: el haz de luz amarilla mostraba la vida, pues debajo de su calor te encontrabas protegido; en cambio, los huecos abnegados de luz eran la inseguridad de la noche, el lugar donde la muerte acecha para agarrarte de los hombros y llevarte al otro extremo de la laguna.

Pensé en parar a recobrar el aliento bajo una de aquellas luciérnagas metálicas, pero podía sentir la presencia de esas criaturas cerca de nuestra posición. En los tejados se escuchaba su caminar, su salivar resonaba en aquella calle. No tenia mucho tiempo antes de que alguna de ellas diera conmigo y con el pequeño zorro, por lo que debía encontrar un refugio donde pasar la noche.

La biblioteca no andaba lejos, de hecho, la veía a unos metros frente a mi, majestuosa como siempre con el semblante serio y paternal que poseen las casas del saber. Aquella noche, bañada por la niebla me invitaba a introducirme en su interior para soportar las embestidas de la muerte. Debía pensar rápido pues el tiempo apremia a los hombres decididos y valientes.

Centré mis pasos en la entrada de la biblioteca y camine veloz hacia ella, el viento golpeaba mi rostro intentando frenar mi ímpetu, pero solo acrecentaba mi determinación. Conforme me acercaba a la puerta un pensamiento asomó en mi cabeza ¿Cómo conseguiría entrar dentro si la puerta estaba cerrada? Tenia que encontrar otra forma de poder acceder a su interior o buscar otro lugar donde entrar, opción que deseche dado la proximidad de las bestias tras de mí.

Al llegar a la puerta, tire del pomo con la ilusa idea de poder abrirla, pero Henri había cumplido su trabajo con profesionalidad y la había cerrado, de hecho tras dos fuertes sacudidas el cierre ni se inmutó. Como si de un ultimo cartucho se tratase rodee el edificio para intentar encontrar otra entrada. Escrute cada rincón de la fachada y observé cada ventana, pero su altura me impedía acceder, la ennegrecida pared se cerraba ante mi fiel consumiendo mis últimos alientos, como un espectador esperaba a que llegara la hora de mi perdición.

Cuando ya no esperaba esperanza alguna, una entrada al paraíso se abrió ante mi, era una pequeña ventana posada a mis pies, lo suficientemente ancha para arrastrarme a través de ella. Era el acceso al archivo subterráneo de la biblioteca. Se hallaba cerrada, pero el cristal no me era un impedimento. Tenia que ser rápido en mi tarea pues las bestias se acercaban cada vez más a nosotros, disponía de unos minutos para poder colarme en el interior y mis nervios comenzaban a aflorar. No trabajo bien bajo presión, mi pulso se acelera y mis manos se agitan con violencia haciéndome entorpecer.

Me agache para tocar el cristal y ver su grosura, por suerte, se trataba de un cristal fino y débil por lo que un golpe fuerte y seco lo quebraría. Decidido me levante, eche un paso atrás, agarré con fuerza a mi acompañante y aseste un potente puntapié contra el cristal.

El cristal estalló. Mi zapato se inundó de multitud de virutas de vidrio. Un aire frío emanó del interior de la ventana con el aroma de amarillentas hojas de papel. Mi acceso parecía oscuro y misterioso, no sabia con seguridad donde nos conduciría aquella entrada. Lo seguro era que allí dentro estaríamos a salvo.

Cogí al pequeño zorro y lo precipite a través de la ventana. Su rojizo lomo desapareció al atravesar el umbral de la ventana, pero el sonido de sus patas tocando el suelo me tranquilizó.

Miré a mis espaldas antes de entrar por la ventana, el paisaje mostraba una quietud aterradora, el ruido de las bestias había cesado, se habían apagado tras el atronador estallido de la ventana. Ni la mas mínima señal de vida resonaba en la calles, era como hallarse en un pueblo fantasma donde la muerte habita en cada esquina. Un marino cielo sobre mi cabeza no mostraba luna alguna, las estrellas, apagadas, no iluminaban la calle y el viento había dejado de soplar. Si de verdad quería sobrevivir aquella noche tenia que meterme dentro de la ventana y debía ser rápido pues estaba en el momento adecuado. Volví a ponerme frente a la biblioteca, agaché mi cuerpo y a gatas entre a través de ella deslizándome al suelo, que se encontraba a unos centímetros de altura.

Una vez dentro, traté de aclarar mis ojos para ver lo que me rodeaba en aquella oscura estancia. La ennegrecida atmósfera fue tornándose en grisáceos contornos que mis ojos escrutaban con precisión. Entre la multitud de sombras que apreciaba en aquella sala vi el inconfundible lomo de mi rojizo amigo al fondo de la estancia, hecho una bola aguardaba acurrucado en el suelo, tanto a él como a mi no nos agradaba nada aquel lugar. Era frío y oscuro y a nuestro alrededor se erguían multitud de estantes apilados de libros. Sin lugar a dudas nos habíamos adentrado en el archivo de la biblioteca, aquel polvoriento y frío lugar donde los documentos aguardan cautivos el momento de ser liberados para ser consultados por algún curioso.

Al llegar a la parte posterior de la habitación me senté en el suelo al lado del pequeño zorro, delante nuestra, en lo alto, la rota ventana emitía una leve luz proveniente de los faroles. Estábamos a salvo del ataque de las bestias luminosas. Respiré aliviado pero al mismo tiempo un sentimiento de miedo e incertidumbre recorrió mi mente ¿Donde estaba Elisa? ¿Habría sido abandonada en el bosque como yo? ¿Había caído bajo las garras de la muerte? Comencé a inquietarme por su suerte y mi mundo empezó a volverse negro, probablemente habría perdido para siempre a Elisa, los hombres de Arthur la habrían secuestrado para sus fines, o peor, habría sido abandonada en el bosque como presa para los luminosos.

De mis ojos escaparon lágrimas, sin darme cuenta mi mundo se había derrumbado, estaba solo. Sin Elisa, Henri ni Emma, me encontraba perdido en aquel pueblo. Era mi final, ya nada me empujaba a sobrevivir.

Mi sorpresa fue mayúscula cuando, mi pequeño compañero de viaje, lamió mi mano y se regocijo contra mi brazo. Su calor y su pelaje rozando mi antebrazo me devolvió a la realidad, era como un ángel guardián que levantaba mi abotargado cuerpo del fango.
Devolví el cariño mostrado en forma de caricia, pasando mi mano sobre su lomo acariciándolo de arriba a abajo.

La noche quebró y nuestra ventana se torno negra, una inmunda fiera del averno incrustó su cabeza a través de la ventana, profería gritos devastadores y su saliva goteaba contra el suelo. Las acometidas se sucedían, tratando de penetrar la ventana para acceder a nuestra posición. Cuando metía su cabeza, la estancia se volvía negra, nos dejaba a oscuras y cuando sacaba la cabeza una fina luz amarilla dejaba entrever su silueta verdosa junto a sus cuatro ojos inyectados en fuego. 

Por suerte, su envergadura le impedía entrar con facilidad por la ventana, lo que nos daba tiempo para escapar y resguardarnos de su futuro ataque. En ningún momento caí en la idea de esperar su cansancio en aquella empresa, pues imaginé que conseguiría entrar de una forma u otra ensanchando los margenes de la ventana, así que me levante y trate de buscar la puerta de acceso a la biblioteca. Entre ráfagas de relámpagos amarillos y el sonido atronador del chirriar de sus dientes, recorrí la pared de la sala palpando cada palmo. En el extremo izquierdo, un metálico pomo golpeo mi mano. Acabábamos de encontrar la salida. Giré el pomo hacia abajo con rapidez y la puerta se desbloqueo con facilidad. La pared tras de mi crujió y la fiera emitió un sonido de victoria, su propósito parecía satisfecho. Nos introdujimos tras la puerta y la bloqueamos tras nuestro paso.

El lugar al que accedimos era un sitio vacío de luz, como si se nos hubiesen vendado los ojos. La máxima oscuridad habitaba en aquella sala. Nuestros pasos, en línea recta resonaban sobre las paredes que, a juzgar por el eco, no estaban muy lejos de nosotros. A oscuras estábamos recorriendo un pasillo. La puerta tras nosotros resonó con un estruendo sobrecogedor. 

La criatura había impactado contra ella pensando que cedería tras su acometida, pero por suerte, aguantó intacta el impacto protegiéndonos de la muerte. Su voraz instinto asesino no cesaba y aporreaba la puerta con fuerza. Adentrándonos en las tinieblas recorríamos los fríos pasillos del subsuelo de la biblioteca. Ayudado de mi brazo derecho palpaba las proximidades a fin de sortear posibles obstáculos. El eco metálico de la puerta golpeada me helaba los huesos. Un incesante martilleo apretaba tras nosotros.

El frío tacto metálico de una nueva puerta apareció delante. Mi mano palpo aquel reconfortante portal a la libertad y lo acarició con suma suavidad como si de una lira se tratase. Los golpes cesaron en mi cabeza y una lenta y dulce melodía resonó dentro de mi mente. La lira iba picando las notas en mi interior haciéndome vibrar mientras bajaba mi mano en dirección al pomo. Cuando hube agarrado el pomo, los dedos recorrieron de un lado a otro el instrumento abriendo ante mí na entrada al nirvana.

Una escalera de caracol bañada por el manto azulado de la noche se erguía ante nosotros. Tras cerrar la puerta y forzar el pomo para romperlo, nos elevamos sobre ella con los aires de aquel que ha salido victorioso de su lucha con la muerte.

Al alcanzar la cima eleve mi pecho y me sentí como Alejandro Magno tras conquistar Babilonia. La sabiduría y la grandeza cultural de un vasto imperio se abría ante nosotros. Las largas pilas de libros que bañaban las estanterías de la biblioteca me resultaron el paraíso. Un fuerte donde cultivar mi literatura y refugiarme del mal que acecha tras las paredes.

Los disparos de fusil resonaban al otro lado del muro, pero no me hacían bajar del sueño paradisíaco en que me encontraba. En aquel momento no me importaba nadie en absoluto que no estuviese en el interior de esas cuatro paredes. Volvía a ser ese pequeño niño que se pasaba horas mirando los estantes de la biblioteca con sus innumerables tomos verdosos,granates y negros. El pequeño intrépido lector que abría cada uno de ellos y se alimentaba con el olor que aquellas paginas amarillentas desprendían.

Recorrimos el vestíbulo pegados a la pared acariciando uno por uno los tomos. Un grisáceo foco celeste caía sobre la estantería iluminándola como si de una indicación divina se tratase. Mi vida se paró allí, donde la literatura empezaba a desangrar tinta por los poros de su piel. Las granadas cascaras de aquellos libros se pegaban a mis dedos infundiendo miles de mundos oníricos a mi mente. Cada historia, pensamiento o idea de aquellos inmortales maestros de las letras luchaba por contarme su contenido.

Quedé sorprendido cuando mi dedo indice cayó sobre un diminuto libro amarillento con inscripciones orientales. Posé mi mano sobre él, lo saque de la estantería y observé su tapa. El polvo inundaba su fachada, probablemente seria el primer lector que ojeaba sus páginas desde hacia mucho tiempo. Soplé con fuerza para limpiarlo, el polvo voló entre las paredes de la estancia precipitándose con un suave y danzarín paso hacia el suelo.

Dibujado a carboncillo, un guerrero de pesada armadura blandía una fina y estilizada espada. Su rostro, de ojos estrechos y pequeños, miraba con serenidad mientras montaba sobre un enorme y moteado caballo. La escena se adornaba con una serie de letras orientales pintadas a pinceladas, una de las letras destiñó cuando mi pulgar se posó sobre ella, aquel libro había dejado una marca en mi cuerpo, el guerrero había atacado mi alma y se decidía a conquistar mis pensamientos. Hojeé sus páginas tratando de empaparme con su sabiduría, que, para mí era desconocida, y no encontré más que grafías ininteligibles. Aquel libro estaba escrito en japonés, idioma que no entendía. Por suerte, sobre los margenes había apuntes y traducciones sobre los contenidos de las páginas, no era el primer intrépido en leer aquel libro, alguien se me había adelantado y traducido gran parte del libro.

Las paginas se adornaban de mitos y guerreros japoneses, llamados samuráis, luchando contra extrañas serpientes con cara de dragón. En otras, hermosas jóvenes ataviadas con coloridos vestidos posaban rodeadas de una naturaleza exultante de vida. Mi sorpresa llegó, cuando en una de aquellas paginas avisté un esplendido zorro, rojizo como mi joven compañero, se erguía sobre un saliente. De mirada penetrante y disuasoria hincaba sus ojos sobre mi, estaba encuadrado en el interior de una esfera blanquecina y una inscripción en vertical pincelada con suma delicadeza. En el margen de la derecha, escrito a pluma se leía "Kitsune". La pagina se remataba con un pequeño texto en la zona inferior, que torpemente traducido encima de las letras originales decía:

"El Kitsune es un espíritu del bosque, cuyo propósito es velar por la protección del bosque y de las aldeas cercanas. Su sabiduría y astucia no tiene límites, llegando a ser tan astutos como para adoptar formas de bellas mujeres y guiar a los más nobles samuráis en sus batallas..."

Como un rayo que penetra en mi corazón, entraron aquellas palabras, su chispa me condujo a comparar mi fiel escudero con aquel ser mitológico. En ese momento decidí nombrarlo "Kitsune". Me agaché para agarrarlo, miré sus ojos, de un negro intenso y dije :

-Estimado compañero, a partir de este momento, y para el resto de tu vida, pasaras a nombrarte Kitsune, el protector de Lipsbrook.

Toqué su cabeza y asintió mis palabras. Aquel rojizo animal no dejaba de sorprenderme, era el mito hecho realidad.

El estruendo de la muerte se ciñó sobre nosotros, un cuerpo inerte entró por uno de los ventanales como una piedra lanzada con fuerza desde el exterior. Se trataba de un soldado que exhaló su ultimo aliento de vida antes de estallar contra el suelo. El crujido de sus quebrados huesos inundó el vestíbulo. Con una muerte rápida y desgarradora, el soldado se hallaba a escasos metros. La fina luz grisácea que le iluminaba nos ahorro el contemplar el horror en su rostro y su cuerpo desgarrado.

Aquel mortífero suceso no solo había traído la muerte a nuestra guarida, sino que había abierto una brecha tras los muros, dejándonos a merced de un ataque.

Desde la distancia, pude vislumbrar lo que parecía un fusil, de ser cierto, podía usarlo para repeler al invasor, pero para ello debía acercarme a los restos de aquel desfigurado cuerpo. Tomé una enorme bocanada de valentía y encamine mis pasos hacia él. Cada paso que daba hacia temblar mis piernas, el escalofrío de la muerte me acariciaba con sus funestas y frías manos. La gris luz que cubría el cuerpo se hacia cada vez mas blanquecina dejando ver las marcas de la muerte. La desafortunada víctima era un joven moreno de enclenque cuerpo, con el rostro lleno de heridas producidas por los cristales, sus extremidades se hallaban retorcidas sobre un charco de sangre y en su pecho, grabado a fuego, se encontraba la huella de aquellos repulsivos monstruos luminosos.

Su mano izquierda no sujetaba un fusil sino una ensangrentada carta. No entendía la causa de sacar una carta en el momento del ataque. Cuando me iba a agachar para inspeccionar su uniforme en busca de algún arma su mano derecha me agarro la muñeca. Un grito de terror salió disparado de mi garganta. Contra todo pronostico, el soldado seguía exhalando vida. Levantó torpemente la cabeza, y, con ojos perdidos en la oscuridad de la muerte me ofreció la carta pidiéndome que se la entregase a su mujer. Atónito ante la situación, trate de mantenerlo con vida, pero antes que pudiese presionar la gran herida que coronaba su pecho, murió, se había apagado bajo la fina luz que lo iluminaba en el regazo de la ventana.

Como hombre de palabra que soy, cogí la carta y la guardé en el bolsillo izquierdo de mi pantalón. Estaba manchada de sangre por lo que debía transcribirla a fin de entregársela a su mujer en un estado legible. Después, inspeccione su uniforme en busca de un arma con la que protegerme ante la inminente invasión luminosa. En uno de sus costados, encontré una pistola guardada en su pistolera. Deslicé el cerrojo de la pistolera y saqué el arma. Antes de abandonar el cuerpo de aquel hombre bajé sus párpados a fin de hacerle descansar en paz.

Regresé a mi posición junto a Kitsune, nos dirigimos a la parte posterior de la biblioteca, donde pegados a la pared esperábamos la inevitable batalla por nuestro supervivencia. Batalla que no tardo en venir, pues en el exacto momento en que apoyamos nuestras espaldas contra la pared del fondo del vestíbulo, una intensa luz verde empezó a entreverse por la ventana rota.