martes, 18 de noviembre de 2014

El Viejo Frank

Cargado con una maleta llena de recuerdos y apoyado en su bastón, Frank inicia, como cada mañana, su peregrinaje. Sale de su pequeña y desordenada morada y sube calle arriba haciendo escala en la floristería de Sophie. Una vez allí, recita un precioso e inocente verso a su belleza juvenil. Por que Frank, es uno de esos "Poetas de boquilla" siempre tiene palabras bonitas para gente bonita. Pero, el propósito de Frank no era el de halagar, sino comprar el recatado ramo de flores de cada día. Una colección de margaritas y lilas envueltas en una suave sábana de papel, sujetada por un cordel amarillo.

Tras despedirse con suma cortesia de Sophie, sale de la tienda prosiguiendo su marcha. Cargado de flores en una mano, apoyado en su bastón con la otra y una maleta de recuerdos en su cabeza, alcanza el cementerio. 

Un extenso prado se abre ante él. La infinita hilera de árboles dibujan un lienzo sobre el horizonte, llenando la escena de misterio. A Frank siempre le parecen eternos de recorrer, se pregunta por lo que puede encontrar cuando se acaben. Pero debido a su edad, no tiene la fuerza suficiente para recorrerlos hasta el final.

Se limita a recorrer el corredor izquierdo del paseo, adentrándose en un musgoso cementerio. Allí, la escena se torna grisácea y oscura. Los arboles se retuercen sobre la pila de lápidas cubriéndolas del sol. Ángeles con lánguidas miradas vigilan el lugar. Frank nunca ha sido creyente, pero no puede evitar sentir respeto ante los guardianes de mármol y sus majestuosas alas.

Hoy el cielo no reluce despejado y pausado, se carga de nubes negras que censuran al sol, Frank lo sabe, pero ha decidido no llevar consigo un paraguas. Se ha posado, como cada mañana, delante de la lápida de su difunta esposa.

Las lágrimas descienden tímidamente por sus mejillas mientras observa las letras grabadas sobre el mármol "Jeannete". Recuerda la cita que descansa debajo del nombre de su amada cada noche antes de acostarse y se la repite a modo de mantra "Te recogere cada mañana con la misma alegría que la primera vez". 

Fiel a sus palabras, el viejo Frank no había faltado ni un día a su cita. Pero hoy la cosa pintaba diferente. Se le veía con una tristeza inusual frente a Jeannete, su rostro se engrisecía y sus ojos se hundían sobre los apesadumbrados párpados. Con una mirada al cielo comenzó un monólogo solemne y emotivo:

-"Mi pequeña Jeannete, hoy te veo resplandeciente, brillas con luz propia bajo el encapotado y apocalíptico techo que nos gobierna" Aquellas fueron las últimas palabras que te dije, la fría y lluviosa tarde de Otoño que nos despedimos. Yo partía hacia París, con una roída y granate maleta llena de recuerdos e ilusiones. Tú permanecías descorazonada en la estación con los ojos envueltos en lágrimas.

Atrás dejábamos los largos días de verano, acostados en la hierba mirándonos el reflejo de nuestros inocentes rostros sobre el iris del otro; Dejábamos los paseos sin rumbo por las calles repletas de individuos serios  que se diluían ante nuestra felicidad; La infinidad de besos y caricias en rincones ocultos; Se acababan los cafés llenos de humo y palabras que solíamos tomar en el Café Debuchy.

Todo aquello partía conmigo hacia lo desconocido. Un futuro incierto para ambos se alejaba de la estación. Mi nueva vida se abría paso entre las brumas del misterio y sólo el deseo de volver a verte algún día iluminaba el camino.

Sabía que aquella despedida no seria definitiva y el día que me gradué volví a por ti. Recuerdo los nervios aflorar en mis manos, la tempestad sacudir mi cuerpo la fría mañana que por sorpresa fui a buscarte. Con un deshecho ramo de margaritas y lilas te esperé a la salida del Café Debuchy. 

Hacia años que no veía tu rostro y estaba asustado por los cambios que el caprichoso tiempo podía haber realizado en tu belleza. Pero, en el momento que te ví entrar al café mi mundo se paró. La gris atmósfera del lugar se tornó en un dorado intenso, tu belleza seguía cautivando el corazón de los bohemios escritores. Estabas brillando con el mismo rostro inocente y sincero con que me despediste en el andén.

Recuerdo mi cuerpo desconectar de la mente, romperse ante tu mirada. Hasta las vivaces lilas del ramo se escondían bajo el manto blanco del papel, por temor a compararse a tu belleza.

Te acercaste a mí, y con lágrimas en los ojos me besaste. ¡Bendita ambrosía! Hacia tres años que no probaba tus labios, pero los recordaba a la perfección. Aquella mañana permanecerá en mi corazón eternamente y, al igual que fui a buscarte una vez para agarrarme de tu mano y no volver a soltarla jamás, hoy, mi pequeña y dulce Jeannete, tomaré tu mano y volveré a ver tu cuerpo brillar-.

Y así fue, como el viejo Frank se tumbó sobre la hierba y cerró sus ojos para siempre. Los guardias que custodian el lugar cuentan que aquel día, una figura resplandeciente bajó del cielo para llevarse el alma de Frank.