jueves, 6 de abril de 2017

Mexicali

Era una mañana soleada, al borde del calor infernal del verano, ese calor que provoca se te pegue la ropa al cuerpo como si de un adhesivo se tratase. Miraba el ritmo pausado y tranquilo de las gentes, despreocupadas y alegres bajo el manto del sol, recorriendo las aceras niños recién salidos del colegio, abrazándose a sus madres al pasar el umbral del centro.

Desde la terraza del pequeño Jalito, disfrutaba de la refrescante cerveza aromatizada con tequila mientras desde un desmejorado altavoz se escuchaba la balada triste y melancólica de Chavela Vargas. Los mejicanos tenían la mágica forma de convertir su música en una dialéctica oda a la alegría y la honda tristeza, pues bajo la desgarradora voz de Chavela, se ocultaba un sentimiento positivo.

Desde el este, apareciste, con una gorra negra encajada entre tu cabeza y la coleta castaña que escapaba por el hueco del belcro, el negro tono de ella a juego con el de las gafas de sol te otorgaban un misterio propio de una famosa actriz hollywoodiense, y tus andares de diva me producían cierta gracia, pues por cada 10 pasos, uno se desarmonizaba haciéndote tambalear.

-Vaya dia de mierda el de hoy-. Enunciaste con un leve jadeo de cansancio.

-Disfrutemos del mediodía, en unas horas entraré a trabajar, vamos a darnos un gustazo antes-.

Nada más sentarte a la mesa, un estirado camarero acudió a la mesa, con él, un abarrotado plato de nachos se posó sobre nuestra mesa.

-Nuestros Nachos Jalito, con extra de pico de gallo y unos pocos jalapeños-.

Cuando escuchaste la palabra jalapeño, tu semblante enfureció, odiabas la comida picante, y yo bien lo sabía, pero el verte enfurecer me divertía. Además, aquellos pequeños enfados no te duraban más de treinta segundos, en mi vida no he conocido persona más dificil de cabrear que tú.

-Ya has estropeado los nachos querido-.

-¿Estropeado o mejorado?-.

Los nachos se derretian al calor del queso fundido mientras los tacos de tomate se clavaban en su cenit, en sus laterales la salsa agria y el guacamole coloreaban el plato haciendonos salivar por probarlos.

Te miré a los ojos, aquellas pupilas castañas se habían dilatado empujadas por el hambre del mediodía. En un rápido movimiento, me fijaste la mirada y dijiste:

-¡Anda! Dame un poco de esa cerveza que me quedo a comer contigo-.

Como había predicho, no te había durado el enfado y supiste salir adelante de mi vacile. 

Tampico, a pesar de nuestra presencia, siguió a su ritmo, engrasando una tranquila mañana al calor del verano y la voz de Chavela

domingo, 26 de marzo de 2017

Fugaces

Coltrane está tocando en un tétrico y oscuro antro de Nueva Orleans, sentado en un taburete,vagamente iluminado por un foco violáceo junto a una mesilla redonda donde descansa un vaso de Bourbon al lado de un paquete de cigarrillos americanos.

Su curtido saxofón tenor, emana "In a sentimental mood" ante un auditorio indiferente, gentes más preocupadas por perseguir sus fantasmas interiores que por dejarse embaucar por la fuerza nostálgica de la composición.

En el ala derecha de la sala una pareja se mira a los ojos con la mirada vacía, no se dirigen palabra alguna a pesar de la leve distancia que los separa. En la otra, un hombre de negocios da pequeños y constantes sorbos a su vaso de coñac mientras una colilla se consume en el cenicero elevando los últimos suspiros al techo.

Coltrane arranca del instrumento desgarradas notas llevando a los músicos a volar junto a él. Su cuerpo adopta posturas manieristas mientras ambos carrillos se inflan al compás de las notas. El pianista le sirve de pilar en la composición, anclado en el fondo del escenario guía los dedos al son de acompañar a John.

Al terminar, la luz del foco se extingue y, junto a ella, la música de Coltrane desaparece de la memoria de Holles quién empieza a mirar fijamente el rostro de Liv iluminado por el reflejo de la vela posada en la mesa del comedor.

domingo, 12 de marzo de 2017

Mr Holles

Al fondo del salón, Mr Holles tocaba el piano con suma nostalgia, las notas emanadas de sus dedos caían como gotas de melancolía inundando la estancia. De espaldas, solo un leve movimiento de brazos se apreciaba, su cabeza agachada parecía fundirse con la onda sonora emitida del instrumento, que hablaba con la delicadeza propia e instrospectiva que la música es capaz de transmitir.

La tenue iluminación de la sala otorgaba mayor misticismo a la escena, Liv y yo debíamos parar en algún momento al entrevistado para poder realizar nuestro trabajo, pero era una blasfemia interrumpir el ritual mágico al que Holles se enfrentaba.
Me atrevo a decir que aquella suave melodía de piano nos había inducido en trance, Liv no pestañeaba, mostrando un gesto pasmado pero bello, las notas de aquella balada engrandecían aún más su fina belleza. Admiré como un idiota su perfil, iluminado a través de un hilo de luz plateada que se colaba por uno de los ventanales. El cabello castaño le caía con gracia por el hombro, donde arremolinaba al compás las puntas con sus dedos.

Holles acrecentó la velocidad de la música, la pasión nostálgica rugió por el salón, el corazón se me salía del pecho sin entender la causa de la pieza, era un mensaje encriptado, una salva al recuerdo, atrapada memoria en los dedos del compositor, llorando a través del piano la agonía del paso del tiempo.

Con ira tocó las últimas notas acabando en un estruendoso aplauso proveniente del otro lado del salón, a nuestra espalda. Una elegante mujer de dorados cabellos aplaudía. Se hacía llamar Evelyn, una estirada aristócrata acostumbrada a los grandes conciertos, de un halo frio y controlador, se acercó hasta las espaldas de Holles y, una vez lo alcanzó, agachó su estilizado cuerpo para susurrarle unas palabras al oído...

martes, 14 de abril de 2015

Amor Joven

Entre los pliegues de tu piel se perdían mis besos, recorrían tus rosadas mejillas con suavidad, seguían la senda de tu cuello haciendote vibrar. Una atmósfera límpida caía sobre nosotros, nadie alrededor nos importaba lo más mínimo. Solo nuestros cuerpos fundiéndose con el cariño que dos amantes dejan fluir en la neblina del amor joven. Pudo ser el alcohol, las luces, el jolgorio general o miles de motivos más. Pero ambos sabemos que lo que nos guió aquella noche fue las ganas de sentir cada centímetro de nuestra piel.

lunes, 13 de abril de 2015

Le Chapelle

Cuenta la leyenda, que allá por 1431, mientras las llamas devoraban el cuerpo inocente de Juana de Arco, las gárgolas de la Catedral de Notre Dame derramaron lagrimas debido a la impotencia de ser testigos de un acto cruel y despiadado, no pudiendo, al ser de día, volar hasta las brasas para salvarla. Pero, aquella misma noche, tras despertar de su tumba de piedra, las Gárgolas, guiadas por un odio ciego hacia los habitantes de París, arrasaron la ciudad, segando la vida de centenares de personas.

Pero el caso de Levy era bien diferente, no se erigía como una figura vengativa y devota, más bien era otro poeta enamoradizo que merodea a medianoche Montmarte, pero, por causas del azar del destino, poseía la maldita y genial maldición de ser una Gárgola.

Cada medianoche, tras resucitar de su tumba de caliza, Levy descendía de la catedral de Notre Dame, sus cualidades atléticas facilitaban su descenso. Como de costumbre, caía frente a La Puerta del Juicio Final donde recordaba su extraña peculiaridad, siempre le resultó gracioso el pensar en lo absurdo de someter a la humanidad a un juicio final por su alma. Como hombre solitario, estaba acostumbrado a frecuentar ambientes cargados de humo y soledad, donde Dios no tenía cabida.

Al mirar los rayos del Sol a lo largo del día, no logra evitar derramar lagrimas por sus plomizas mejillas. A pesar de haber pasado cinco años, no consigue olvidar aquellas noches impresionistas en Le Chapelle.

Le Chapelle fue el lugar donde Levy pasó sus mejores años como poeta, hombre y amante, aunque, a decir verdad, en aquellos años, no aprendió absolutamente nada sobre el amor ni la literatura.

Era una noche de febrero de 1887, una de esas en que las aceras de París se llenan de un hielo cristalino y sus calles quedan abnegadas para esos a quienes las musas abandonan. El atlético y espigado Levy paseaba bajo las estrellas por Les Champs-Élysées, de frente al Arc del Triomphé.
Aquel arco era uno de sus monumentos favoritos de París, siempre se paraba debajo para admirar sus relieves preguntándose por la suerte de nacer con el arte de esculpir esos fabulosos relieves. Envidiaba la facilidad innata de los artistas para expresar la belleza, él nunca había sido capaz de pintar nada bueno y mucho menos se veía capacitado para esculpir mármol. Lo que Levy no sabía, es que era capaz de redactar con suma belleza el mundo que lo rodeaba, cosa que descubriría ese año al caer por error en Le Chapelle.

El error, si es que se le puede llamar error al destino, tuvo lugar una madrugada mientras caminaba por la Place du Tertre. En aquel lugar, Levy quedó impresionado al ver los numerosos pintores callejeros que retrataban la iglesia de Saint-Pierre. Gran atención le suscitó un enclenque joven de hombros caídos y nariz aguileña. El joven retrataba la iglesia con manchas de color superpuestas a grandes pinceladas de colores primarios, llenando el cuadro de la luz púrpura y amarilla de Montmartre. Los contornos de Saint-Pierre desaparecían,sus formas se intuían. A Levy le cautivaba la plasticidad de su composición.

Ante la curiosidad, se acercó al pintor e intercambió impresiones sobre la técnica. Su joven entrevistado se mostraba reacio a la hora de contar sus trucos, debió pensar que hablaba con otro ávido artista de la zona que pretendía copiarlo. Tras el incesante aluvión de cuestiones, el enclenque pintor le contó que su técnica la aprendió hablando con un afable señor llamado Claude en Le Chapelle.

Invadido por la curiosidad que lo caracteriza, Levy inició su camino a Le Chapelle, amaba descubrir nuevos lugares en su ciudad de las luces.

La cafetería se encontraba unas calles más adelante, en la Rue Norvins, Le Chapelle lucía como una diminuta capilla mostaza de cristaleras borgoñas, su entrada era otra fachada deprimente, un templo más donde ahogar las tristezas de la vida.

Levy enfiló con decisión la roída puerta y, tras girar su pomo, traspasó el umbral de lo eterno, pues los recuerdos que siempre acechan sobre Le Chapelle nunca se olvidaran para él.

Le Chapelle era un acogedor y diminuto café de paredes mostaza, con escasas mesas redondas de pino, siempre llenas de artistas atormentados destilando su genialidad en informales charlas. Al fondo de la sala, una antigua barra de madera resguardaba al rollizo dueño del lugar, quien, con suma destreza, servía vino a los clientes. A pesar de su peso, se movía con soltura entre el diminuto espacio que separaba las mesas. La luz corría a cargo de dos grandes lámparas de araña colgando del techo y responsables de llenar la sala de una atmósfera límpida y familiar.

Una estampa de bohemias personalidades habitaba el lugar. Levy oteó el horizonte desde la entrada a fin de encontrar al tal Claude de quien le habían hablado, La heterogeneidad de perfiles y vestimentas le hizo imposible un reconocimiento a simple vista, más sabiendo que el enjuto pintor de La Place du Tertre no le dijo absolutamente nada sobre el aspecto de Claude.

Levy se dirigió a la barra, con paso firme pisó el crujiente parqué, por el camino observaba los rostros hundidos de quienes pasan las largas noches invernales peleándose con sus musas sobre un poblado escritorio de papel.

Al llegar a la barra pidió una copa de vino, preguntando al camarero por Claude. El afable señor sirvió su copa y, con una media sonrisa dijo:

- El señor Monet hoy no se encuentra entre nosotros, debe de andar por algún rincón de París fotografiando la noche con sus pinceles, pero no se preocupe, Le Chapelle tiene muchas otras cosas que ofrecerle-.

Un tanto defraudado, Levy se sentó en uno de los sillones granates de la entrada para tomarse su copa de vino. Asombrosamente se enamoró de aquel lugar. De cara al resto de mesas no dejaba de inspeccionar a cada uno de los parroquianos ni paraba de escuchar las inspiradoras y nostálgicas conversaciones de la joven pareja que tenía a su derecha. Aquel café era la cuna de la cultura parisina. Poco a poco, tras sucesivas visitas, fue conociendo a los asiduos visitantes de Le Chapelle. En una semana ya se codeaba con un grupo de estudiantes de La Sorbone. René, Gallet, Dijon y Patrick pasaron a ser sus compañeros en las frías noches de aquellos años.

Levy y sus compañeros pasaban las horas muertas hablando sobre arte, filosofía o literatura. Cada uno de ellos era experto en alguno de los temas ejerciendo de profesor sobre el resto. Así Gallet, como estudiante de Bellas Artes, enseñaba al resto como interpretar los diferentes estilos pictóricos de la época, además de criticar constantemente el estilo de Renoir, Monet o Degas. Levy siempre debatía aquella postura, por suerte, la lucha se saldaba de costumbre con el recitar de Patrick de algún párrafo de Byron, en un inglés refinado. Pues así como Gallet estudiaba el arte, Patrick se encargaba de la traducción de lo relacionado con la lengua inglesa.

Dijon por su parte era el filósofo del grupo, sus palabras trascendían las de los demás, dando un toque académico a las vagas teorías que el resto de sus compañeros enunciaban en las pequeñas mesas de Le Chapelle. Sus consistentes argumentos y análisis de las obras leídas hacían reflexionar a todos. Levy se mostraba más reacio a la corriente racionalista de Dijon, pues, como bien sabía Levy, en esta vida no todo podía explicarse desde el prisma de Descartes o Aristóteles.


Por último, René era uno de esos jóvenes rebeldes de familia acomodada, que, renegando de las directrices de su padre, había abandonado sus estudios de medicina para dedicarse a la literatura. Levy y René se entendían a la perfección, llegando incluso a corregirse el uno al otro los fragmentos que escribían. René se asombraba del talento innato de Levy, al igual que de la facilidad con la que deslizaba su pluma sobre su libreta, llenándola de frases con una sonoridad bellísima.

martes, 18 de noviembre de 2014

El Viejo Frank

Cargado con una maleta llena de recuerdos y apoyado en su bastón, Frank inicia, como cada mañana, su peregrinaje. Sale de su pequeña y desordenada morada y sube calle arriba haciendo escala en la floristería de Sophie. Una vez allí, recita un precioso e inocente verso a su belleza juvenil. Por que Frank, es uno de esos "Poetas de boquilla" siempre tiene palabras bonitas para gente bonita. Pero, el propósito de Frank no era el de halagar, sino comprar el recatado ramo de flores de cada día. Una colección de margaritas y lilas envueltas en una suave sábana de papel, sujetada por un cordel amarillo.

Tras despedirse con suma cortesia de Sophie, sale de la tienda prosiguiendo su marcha. Cargado de flores en una mano, apoyado en su bastón con la otra y una maleta de recuerdos en su cabeza, alcanza el cementerio. 

Un extenso prado se abre ante él. La infinita hilera de árboles dibujan un lienzo sobre el horizonte, llenando la escena de misterio. A Frank siempre le parecen eternos de recorrer, se pregunta por lo que puede encontrar cuando se acaben. Pero debido a su edad, no tiene la fuerza suficiente para recorrerlos hasta el final.

Se limita a recorrer el corredor izquierdo del paseo, adentrándose en un musgoso cementerio. Allí, la escena se torna grisácea y oscura. Los arboles se retuercen sobre la pila de lápidas cubriéndolas del sol. Ángeles con lánguidas miradas vigilan el lugar. Frank nunca ha sido creyente, pero no puede evitar sentir respeto ante los guardianes de mármol y sus majestuosas alas.

Hoy el cielo no reluce despejado y pausado, se carga de nubes negras que censuran al sol, Frank lo sabe, pero ha decidido no llevar consigo un paraguas. Se ha posado, como cada mañana, delante de la lápida de su difunta esposa.

Las lágrimas descienden tímidamente por sus mejillas mientras observa las letras grabadas sobre el mármol "Jeannete". Recuerda la cita que descansa debajo del nombre de su amada cada noche antes de acostarse y se la repite a modo de mantra "Te recogere cada mañana con la misma alegría que la primera vez". 

Fiel a sus palabras, el viejo Frank no había faltado ni un día a su cita. Pero hoy la cosa pintaba diferente. Se le veía con una tristeza inusual frente a Jeannete, su rostro se engrisecía y sus ojos se hundían sobre los apesadumbrados párpados. Con una mirada al cielo comenzó un monólogo solemne y emotivo:

-"Mi pequeña Jeannete, hoy te veo resplandeciente, brillas con luz propia bajo el encapotado y apocalíptico techo que nos gobierna" Aquellas fueron las últimas palabras que te dije, la fría y lluviosa tarde de Otoño que nos despedimos. Yo partía hacia París, con una roída y granate maleta llena de recuerdos e ilusiones. Tú permanecías descorazonada en la estación con los ojos envueltos en lágrimas.

Atrás dejábamos los largos días de verano, acostados en la hierba mirándonos el reflejo de nuestros inocentes rostros sobre el iris del otro; Dejábamos los paseos sin rumbo por las calles repletas de individuos serios  que se diluían ante nuestra felicidad; La infinidad de besos y caricias en rincones ocultos; Se acababan los cafés llenos de humo y palabras que solíamos tomar en el Café Debuchy.

Todo aquello partía conmigo hacia lo desconocido. Un futuro incierto para ambos se alejaba de la estación. Mi nueva vida se abría paso entre las brumas del misterio y sólo el deseo de volver a verte algún día iluminaba el camino.

Sabía que aquella despedida no seria definitiva y el día que me gradué volví a por ti. Recuerdo los nervios aflorar en mis manos, la tempestad sacudir mi cuerpo la fría mañana que por sorpresa fui a buscarte. Con un deshecho ramo de margaritas y lilas te esperé a la salida del Café Debuchy. 

Hacia años que no veía tu rostro y estaba asustado por los cambios que el caprichoso tiempo podía haber realizado en tu belleza. Pero, en el momento que te ví entrar al café mi mundo se paró. La gris atmósfera del lugar se tornó en un dorado intenso, tu belleza seguía cautivando el corazón de los bohemios escritores. Estabas brillando con el mismo rostro inocente y sincero con que me despediste en el andén.

Recuerdo mi cuerpo desconectar de la mente, romperse ante tu mirada. Hasta las vivaces lilas del ramo se escondían bajo el manto blanco del papel, por temor a compararse a tu belleza.

Te acercaste a mí, y con lágrimas en los ojos me besaste. ¡Bendita ambrosía! Hacia tres años que no probaba tus labios, pero los recordaba a la perfección. Aquella mañana permanecerá en mi corazón eternamente y, al igual que fui a buscarte una vez para agarrarme de tu mano y no volver a soltarla jamás, hoy, mi pequeña y dulce Jeannete, tomaré tu mano y volveré a ver tu cuerpo brillar-.

Y así fue, como el viejo Frank se tumbó sobre la hierba y cerró sus ojos para siempre. Los guardias que custodian el lugar cuentan que aquel día, una figura resplandeciente bajó del cielo para llevarse el alma de Frank.


martes, 28 de octubre de 2014

Escritor Enamorado

El problema de los escritores es que escribimos sobre una vida que no viviremos.

Nuestro amor es la literatura, pues ella nos hace volar y soñar cada día, yace en nuestra cama cada noche y nos acaricia con su belleza en cada verso.